La Conspiración de Dan Brown
PRÓLOGO
La muerte podría llegar de innumerables formas a aquel lugar dejado de la mano de Dios. El geólogo Charles Brophy llevaba años soportando el salvaje esplendor de aquellas tierras y, sin embargo, nada podía prepararle para un destino tan cruel e implacable como el que estaba a punto de acontecerle.
Mientras las cuatro huskies de Brophy tiraban del trineo que transportaba su equipo de sensores geológicos por la tundra, los perros aminoraron bruscamente la marcha y levantaron los ojos al cielo.
—¿Qué pasa, chicas? —preguntó Brophy, bajando del trineo.
Más allá de las amenazadoras nubes de tormenta que se cernían sobre él, un helicóptero de transporte de doble rotor dibujó un arco y enfiló los picos glaciales con militar destreza.
«Qué extraño», pensó Brophy. Nunca había visto helicópteros tan al norte. El aparato aterrizó a unos veinticinco metros de él, levantando una lacerante lluvia de nieve granulada. Recelosos, los perros gimotearon.
Las puertas del helicóptero se abrieron y dos hombres descendieron del aparato. Llevaban puestos unos trajes térmicos blancos, iban armados con fusiles y se dirigieron hacia Brophy con algún urgente propósito.
—¿El doctor Brophy? —gritó uno de ellos.
El geólogo estaba desconcertado.
—¿Cómo saben mi nombre? ¿Quiénes son ustedes?
—Coja su radio, por favor.
—¿Cómo dice?
—Haga lo que le digo.
Perplejo, Brophy sacó la radio de su parka.
—Necesitamos que transmita un mensaje urgente. Disminuya la frecuencia de su radio a cien kilohercios.
«¿A cien kilohercios?» Brophy estaba totalmente confundido. Era imposible recibir nada a una frecuencia tan baja.
—¿Ha ocurrido algún accidente?
El segundo hombre levantó su fusil y apuntó con él a la cabeza de Brophy.
—No hay tiempo para explicaciones. Limítese a hacer lo que le decimos.
Tembloroso, Brophy ajustó la frecuencia de transmisión.
Entonces el primer hombre le dio una tarjeta en la que había escritas unas líneas.
—Transmita este mensaje. Ahora.
Brophy miró la tarjeta.
—No lo entiendo. Esta información no es correcta. Yo no he...
El hombre pegó la boca del fusil a la sien del geólogo.
A Brophy le temblaba la voz cuando transmitió aquel extraño mensaje.
—Bien —dijo el primer hombre—. Ahora suba con sus perros al helicóptero.
A punta de fusil, Brophy obedeció e hizo maniobrar a sus reticentes perros y subió con el trineo por la rampa trasera del compartimento de carga.
En cuanto estuvieron instalados dentro, el helicóptero se elevó y viró hacia el oeste.
—¿Quiénes son ustedes? —exigió saber Brophy, sudando debajo de la parka. «¿Qué diablos significa ese mensaje?»
Los hombres guardaron silencio.
A medida que el helicóptero ganaba altura, el viento entraba a ráfagas por la puerta abierta de estribor. Ahora los cuatro huskies de Brophy lloriqueaban, todavía atados al trineo.
—Por lo menos cierren la puerta —pidió Brophy—. ¿Es que no ven que mis perros están asustados?
Los hombres no respondieron.
Cuando el helicóptero se elevó a poco más de mil metros, viró vertiginosamente sobre una serie de abismos y de grietas de hielo.
De pronto, los hombres se levantaron de sus asientos y sin mediar palabra, agarraron el pesado trineo y lo lanzaron por la puerta abierta.
Brophy vio horrorizado cómo sus perros luchaban en vano contra el enorme peso del trineo. Un instante después, los animales se precipitaron aullando al vacío.
Brophy ya estaba de pie y gritaba cuando los hombres lo sujetaron. Lo arrastraron hasta la puerta. Espantado, forcejeó, intentando librarse de las fuertes manos que lo empujaban al exterior.
Fue inútil. Instantes después se precipitaba al abismo que sobrevolaba el helicóptero.
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La muerte podría llegar de innumerables formas a aquel lugar dejado de la mano de Dios. El geólogo Charles Brophy llevaba años soportando el salvaje esplendor de aquellas tierras y, sin embargo, nada podía prepararle para un destino tan cruel e implacable como el que estaba a punto de acontecerle.
Mientras las cuatro huskies de Brophy tiraban del trineo que transportaba su equipo de sensores geológicos por la tundra, los perros aminoraron bruscamente la marcha y levantaron los ojos al cielo.
—¿Qué pasa, chicas? —preguntó Brophy, bajando del trineo.
Más allá de las amenazadoras nubes de tormenta que se cernían sobre él, un helicóptero de transporte de doble rotor dibujó un arco y enfiló los picos glaciales con militar destreza.
«Qué extraño», pensó Brophy. Nunca había visto helicópteros tan al norte. El aparato aterrizó a unos veinticinco metros de él, levantando una lacerante lluvia de nieve granulada. Recelosos, los perros gimotearon.
Las puertas del helicóptero se abrieron y dos hombres descendieron del aparato. Llevaban puestos unos trajes térmicos blancos, iban armados con fusiles y se dirigieron hacia Brophy con algún urgente propósito.
—¿El doctor Brophy? —gritó uno de ellos.
El geólogo estaba desconcertado.
—¿Cómo saben mi nombre? ¿Quiénes son ustedes?
—Coja su radio, por favor.
—¿Cómo dice?
—Haga lo que le digo.
Perplejo, Brophy sacó la radio de su parka.
—Necesitamos que transmita un mensaje urgente. Disminuya la frecuencia de su radio a cien kilohercios.
«¿A cien kilohercios?» Brophy estaba totalmente confundido. Era imposible recibir nada a una frecuencia tan baja.
—¿Ha ocurrido algún accidente?
El segundo hombre levantó su fusil y apuntó con él a la cabeza de Brophy.
—No hay tiempo para explicaciones. Limítese a hacer lo que le decimos.
Tembloroso, Brophy ajustó la frecuencia de transmisión.
Entonces el primer hombre le dio una tarjeta en la que había escritas unas líneas.
—Transmita este mensaje. Ahora.
Brophy miró la tarjeta.
—No lo entiendo. Esta información no es correcta. Yo no he...
El hombre pegó la boca del fusil a la sien del geólogo.
A Brophy le temblaba la voz cuando transmitió aquel extraño mensaje.
—Bien —dijo el primer hombre—. Ahora suba con sus perros al helicóptero.
A punta de fusil, Brophy obedeció e hizo maniobrar a sus reticentes perros y subió con el trineo por la rampa trasera del compartimento de carga.
En cuanto estuvieron instalados dentro, el helicóptero se elevó y viró hacia el oeste.
—¿Quiénes son ustedes? —exigió saber Brophy, sudando debajo de la parka. «¿Qué diablos significa ese mensaje?»
Los hombres guardaron silencio.
A medida que el helicóptero ganaba altura, el viento entraba a ráfagas por la puerta abierta de estribor. Ahora los cuatro huskies de Brophy lloriqueaban, todavía atados al trineo.
—Por lo menos cierren la puerta —pidió Brophy—. ¿Es que no ven que mis perros están asustados?
Los hombres no respondieron.
Cuando el helicóptero se elevó a poco más de mil metros, viró vertiginosamente sobre una serie de abismos y de grietas de hielo.
De pronto, los hombres se levantaron de sus asientos y sin mediar palabra, agarraron el pesado trineo y lo lanzaron por la puerta abierta.
Brophy vio horrorizado cómo sus perros luchaban en vano contra el enorme peso del trineo. Un instante después, los animales se precipitaron aullando al vacío.
Brophy ya estaba de pie y gritaba cuando los hombres lo sujetaron. Lo arrastraron hasta la puerta. Espantado, forcejeó, intentando librarse de las fuertes manos que lo empujaban al exterior.
Fue inútil. Instantes después se precipitaba al abismo que sobrevolaba el helicóptero.
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